De los proyectos en los que he participado en los últimos años,
resalto el trabajo adelantado con los carretilleros de frutas y verduras de
Rionegro; un proceso cuyo propósito era materializar un verdadero PACTO SOCIAL, esté aun se puede salvar, pero está al alcance de quienes lideran la administración
municipal. Las 32 familias que participaron del programa Espacio Tuyo Comercio
Activo, las instituciones que lideraron el proceso y los ciudadanos del común; seguimos
esperando que se le de continuidad a esta política pública que conducirá a la recuperación del Espacio público y a la dignificación
del comercio ambulante.
En esta ocasión comparto la crónica elaborada por Manuela Torres de la Escuela Nacional Sindical, donde se ilustra la realidad de
los carretilleros de fruta de la ciudad de Medellín, no muy lejana a la que viven quienes transitan por las calles de Rionegro, con esto no legitimo el comercio informal, al contrario pretendo llamar la atención de la urgencia de las políticas integrales que ya hemos propuesto.
De la serie sobre oficios de la economía informal
Vendedores de frutas en carretillas:
Un día a día cargado de obstáculos
—Crónica—
Por Manuela Torres
“Para ser un
carretillero se necesita tener espíritu, actitud, que todo lo que saque lo
venda. Uno nace con su gracia para este oficio”, dice Viviana Osorio, una mujer
de 32 años conocida como “La Gorda” entre el grupo de carretilleros que se
concentran en las inmediaciones de la plaza de mercado Minorista, sector
céntrico de Medellín, donde muchos de ellos se surten de frutas y verduras para
iniciar su diario recorrido.
A las cinco de la mañana Viviana baja desde su casa en el barrio
Villatina, barrio marginal ubicado al centro oriente de la ciudad, hasta la
Plaza Minorista, donde invierte unos $250 mil en la compra de los productos que
venderá durante los dos días siguientes, a los cuales les debe ganar más del
50% o no valdrá la pena salir a las calles. “Hay días en que uno no encuentra
nada barato en los mercados, entonces toca quedarme en la casa hasta que encuentre
algo”, cuenta.
Los productos que compra los empaca en costales que lleva en bus
hasta el parqueadero donde guarda la carretilla, por la que paga $2 mil diarios
de alquiler. Daniel, el administrador del parqueadero, siempre la recibe con un
caluroso saludo y un comentario gracioso. Después intercambia sonrisas y
abrazos con Yeison, su parcero, también carretillero.
En un oficio donde predominan los hombres, ella no se siente
rechazada. Por el contrarío, ha sabido compenetrarse muy bien con sus compañeros
y, con su carácter aguerrido, asegura que es que capaz de hacer lo mismo que ellos
hacen. “Yo tengo muchos amigos hombres en este trabajo. Ellos me ayudan a bajar
la mercancía del bus, a encarrarla y, muy de vez en cuando me invitan a paseos
a los charcos de Niquía o Barbosa”, agrega.
En ocasiones Róbinson Vegas le sirve como ayudante en sus
recorridos. Le paga por jornada entre 15 mil y 22 mil pesos, dependiendo de las
ventas, más el almuerzo y el refresco, éste sí de “pura bacanería” porque no
está obligada a dárselo. A ella no le gustan las ayudantes mujeres, prefiere
trabajar con hombres, entre otras cosas porque éstos tienen más fuerza para empujar
la carretilla.
Robinson es un hombre ya
mayor, de 40 años, quien anhela juntar el dinero para comprar su propia carretilla,
pues la que tenía la vendió algunos años atrás para solventar problemas
económicos. Pero como ayudante le resulta casi imposible reunir la cantidad de
plata que necesita para comprarla.
Una vez Viviana y Robinson han dispuesto la mercancía en la carretilla,
han revisado las llantas, la cabrilla y el sistema de perifoneo, inician su
recorrido entre la congestión de las calles del centro. Regularmente arrancan a
las nueve de la mañana por el sector de San Benito, luego toman las calles
Colombia y San Juan, y finalmente la carrera 70 hasta el barrio Los Colores. Pero
este recorrido no es fijo, algunas veces cambia, dependiendo del día de la
semana, del clima, la congestión vehicular y su estado de ánimo. En la labor de
los carretilleros nada es estable.
Un oficio que se hereda
Viviana tiene cinco hermanos varones y
de ellos cuatro han sido carretilleros. En el pasado compartía una carretilla
con sus hermanos y en ocasiones con su madre, a quien solía acompañar desde que
cumplió ocho años de edad. Una disputa familiar los separó y ella debió empezar
a trabajar por su cuenta. Ahora ya tiene su propia carretilla de cabrilla y cuatro
ruedas de aire, de las más costosas del mercado (cuesta $700 mil). En realidad
a ella no le
valió
nada: fue un regaló de su novio.
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Viviana Osorio "La gorda" |
Y al igual que su madre
hacía con ella, al principio Viviana llevaba al trabajo a la primera de sus tres
hijas. “Mi niña prácticamente se crió en la carretilla, yo ahí le cargaba los pañales,
la leche y un termito para el agua del tetero”, recuerda.
Cristian Esteban Bustos, de 21 años de edad, es también un carretillero
que, al igual que Viviana y otros muchos más, heredó el oficio de su familia, en
su caso de su padre. Ha pasado la mitad de su vida en las calles empujando una carretilla,
tal como lo hizo su padre, a quien él acompañaba desde la edad de 10 años. Pero
al poco tiempo, siendo todavía un niño, comenzó a involucrarse con bandas
delincuenciales del barrio Santo Domingo Savio, donde nació. Cuatro años fueron
suficientes para conocer los placeres y desencantos del dinero fácil, dice. Fue
su esposa quien lo sacó de ese mundo, y posteriormente el nacimiento de sus dos
hijos lo impulsaron a trabajar como carretillero, un oficio en el que, afirma,
se siente a gusto.
La carretilla de
Cristian tiene un propietario: John Jairo Henao, un personaje reconocido en el ramo
de la fabricación y alquiler de carretillas en Medellín. El negocio era de su padre,
Jesús María Henao, quien murió en el año 2002 dejándole como herencia 100
carretillas. Hoy John Jairo sigue teniendo este mismo número, pero solo alquila
unas 50, porque la demanda, dice, ha decaído debido a la alta competencia y a
que son ya muchos los venteros callejeros de frutas y verduras que tienen su
propia carretilla. Contrario a lo que ocurría en los tiempos en que su padre
levantó el negocio, en la década de los sesenta.
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John Jairo Henao |
Las condiciones laborales
Si bien el trabajo de los carretilleros es riesgoso e inestable,
también tiene sus compensaciones. Una de ellas es la libertad de trabajar para
sí mismos y no cumplirle horarios a ningún patrón. Así lo asegura Róbinson Vegas,
quien prefiere trabajar para diferentes carretilleros y no para uno solo, pues
éste termina convirtiéndose en su patrón.

Por ser un oficio
informal, ni Viviana ni Róbinson pagan los seguros de salud y pensión. Cuando Viviana
se enferma trata de pagar un médico particular, pese a que tiene Sisbén.
Recientemente le diagnosticaron un problema en la espalda, pero debido a la
tramitología no ha podido visitar a un especialista, lo cual la tiene bastante
“desmoralizada”. Sin embargo, continúa sus días caminando y arrastrando su
carretilla. A Robinson, cuando se enferma, no le queda más remedio que ir a la unidad
de urgencias del hospital San Vicente de Paúl, donde no le cobran nada.
Cada día Viviana termina su jornada sin saber qué va a vender al
día siguiente, si serán piñas, mangos o aguacates; o, por el contrario, deberá
quedarse en casa porque los precios del mercado no le ofrecen ninguna ganancia.
Tampoco sabe si será un día tranquilo, o si en algún momento y lugar aparecerá
su mayor amenaza: los funcionarios de Espacio Público de la Alcaldía de
Medellín, sus “enemigos” naturales.
Los enemigos naturales
Carismática con la gente, de sonrisa dulce y rasgos casi
infantiles, Viviana se desenvuelve con soltura en las calles que a diario
recorre. Podría ser una “santa”, como ella dice, pero su carácter cambia cuando
se encuentra con los funcionarios de Espacio Público, uniformados con sus chalecos
verdes, quienes para ella y sus colegas representan un obstáculo mayor que la
misma hostilidad de la calle, el tráfico y las inclemencias del clima. Ella en
ocasiones ha sido víctima de maltratos verbales y físicos por parte de estos
funcionarios.
El Subsecretario de Espacio Público de Medellín, Gabriel Jaime
González, aclara que la misión de su dependencia es
“recuperar, proteger, defender y administrar el espacio público de la ciudad,
mediante la aplicación de políticas que garanticen la equidad e inclusión
social de todos los ciudadanos y ciudadanas”.
En consecuencia, esta entidad se encarga de regular y otorgar
permisos a los venteros informales, pero sólo a los estacionarios, de los
cuales hasta ahora 10.200 han sido carnetizados. Los carretilleros, que por su
naturaleza son ambulantes, es una población casi imposible de contar y controlar.
Su número cambia constantemente debido a que gran parte de los desplazados que
cada día llegan a la ciudad, ante su precariedad económica, optan por este
oficio.
“Nosotros necesitamos un permiso de la Secretaría de Tránsito
para autorizar a un carretillero, pues éste deambula por la ciudad y en
ocasiones obstruye el tráfico al estacionarse en las vías principales, por lo
que es imposible que nosotros los regulemos”, anota Gabriel Jaime González.
Viviana, Cristian y John Jairo opinan que es injusto que Espacio
Público los trate como delincuentes, que se lleve sus carretillas y además les
cobren $7 mil por cada día que éstas permanezcan en los sitios de retención.
“La razones por las cuales las decomisamos están especificadas en el acta que
se hace durante el proceso. En muchas ocasiones es porque hacen un uso indebido
del espacio público o porque no colaboran con los funcionarios de la
dependencia y responden violentamente”, agrega González.
Sin embargo, también son comunes las reacciones violentas y el
abuso de autoridad de algunos de los funcionarios, que en parte obedece, según
el subsecretario de Espacio Público, a su escaso nivel educativo, pues una
buena parte de estos funcionarios son casi analfabetas. Además no pocos de
ellos cargan con el estigma de ser desmovilizados de grupos paramilitares. Reconoce
que es necesario brindar capacitación continúa a estos funcionarios, para que
aprendan a dialogar y a hacer un trabajo de “competencia ciudadana”.
Quizás por aversión a los hombres y mujeres de chalecos verdes,
o por solidaridad con los carretilleros, suele ocurrir que alguien les avise
para que corran o se escondan, complicidad que les permite regresar a casa con
el dinero del día completo, o al menos con las frutas o verduras que han de
vender al día siguiente.
Son las siete de la noche y, luego de guardar su carretilla en
el parqueadero de siempre, Viviana termina su jornada con la alegría de poder
llenar la nevera de su casa. Luego toma el bus que la sube a las colinas de
Villatina donde sus tres hijas la esperan.
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